A la mayor gloria de Ntro. Padre Jesús Nazareno,  de Nuestra Señora La Stma. Virgen de Las Lágrimas, y a la memoria de mis padres: ¡Con la venia!:

 

De la torre del convento

no daban las campanadas

que hay oraciones dentro

un Viernes de madrugada.

                                     

Así como el sol que nace

vistiendo de luz el día,

¡Que buen mozo que iba él

cuando asomó al dintel

con su cara de difunto

y sus labios de clavel!

    

Con qué mirada serena

y con qué resignación

sobre sus hombros resiste

el árbol de su aflicción.

 

Lágrimas puras, sencillas

resbalan por sus mejillas

¡Lágrimas! Cara divina

de una Virgen Dolorosa

que viene llorando flores,

por las calles de La Puebla

entre claveles y rosas.

                              

Viernes Santo, amanecía

te estaba mirando el alba

y el alba no lo entendía

de verte llorar, lloraba

de verte reír, reía.

                               

Que no quiero ver llorar

a la que fue concebida

sin pecado original.

                              

Apreciado Don Juan, Cura Párroco; estimado Hermano Mayor y Junta de Gobierno de mi muy querida,  antigua, venerable y fervorosa  Hermandad y Cofradía de Nazarenos de la Santa Cruz en Jerusalén, Nuestro Padre Jesús Nazareno, Nuestra Madre y Señora de Las Lágrimas y San Juan Evangelista, estimado hermano Presidente y Grupo Joven; Comunidad local de Hermanas de la Orden de Terciarias Franciscanas del Rebaño de María, Instituto Secular de  Cruzadas Evangélicas de Santa María de Gracia; Sr. Director y componentes de esta espléndida Banda de Música de Huévar del Aljarafe; hermanos, cofrades, amigos todos.

 

Distinguido por el honor y abrumado por la responsabilidad, el pasado mes de agosto, precisamente en los días en que estaba a punto de cerrar el capítulo de mi vida laboral en el Ayuntamiento de nuestro pueblo, acepté gustoso el ofrecimiento que me hacían, nuestros jóvenes hermanos Jesús Martagón Guerrero y Juan Manuel Cabello Torres, para intervenir en este acto para pronunciar este Pregón.

 

Me invadieron desde entonces dos sensaciones que han venido acompañándome todo este tiempo, hasta el mismo momento de ponerme aquí, en este atril, hoy ante vosotros.

 

La primera de esas sensaciones es de tipo físico: una enorme sequedad de boca muy parecida a la que experimentan los toreros en la plaza y que les obliga a enjuagarse casi continuamente después de cada lance de la lidia. Y he recordando aquella respuesta que el genial torero sevillano de raza gitana, Rafael Gómez Ortega, “Rafael El Gallo”, dió, cuando con motivo de una entrevista le preguntó el periodista entrevistador: Maestro, en una mala tarde, ¿qué es lo más difícil? ,y el Divino Calvo, así  le llamaban, contestó sin pestañear,…. “Escupir”.

    

Y es que he pensado que lo que pasa es que el miedo, que no es algo exclusivo de los cobardes, deja la boca más seca que si se comiera uno un paquete de tizas.

 

La segunda de mis sensaciones es de tipo intelectual: la misma dubitación que afirmaba experimentar Fray Luis de Granada cuando quería hablar del Misterio de la Redención. Se trata de un profundo reparo que puedo expresar con palabras muy parecidas a las suyas: “Para hacer este Pregón verdaderamente me hallo tan corto y tan atajado que no sé por dónde comenzar, ni dónde acabar, ni qué dejar, ni qué tomar para decir”.

 

Por eso lo mejor será que las trabajaderas de la memoria, la candele- ría del corazón y los varales de lo sentimientos, se muevan en libertad.

 

Trataré de ir compartiendo con todos vosotros, que para eso sois mis hermanos y estamos en familia, el equipaje de mis vivencias cofrades y de mis mejores recuerdos: Mi visión íntima y personal de nuestra Semana Santa.

 

Empleando palabras de San Juan de la Cruz, diré que es mi propósito lograr que estén las coordenadas de mi pregón, “de mi alma en el más profundo centro”. 

 

Antes de seguir, quiero hacer público mi agradecimiento a todas  las personas que de diferentes formas me han apoyado y alentado para preparar este pregón.

 

A Lola, mi mujer, a mis hijos Carmen y Miguel, a mis hermanos,  a mis familiares que hoy me acompañan , y muy especialmente, a mi cuñada Carmen y a mi sobrino Javier, que desde la lejana Donostia han venido para estar hoy aquí conmigo y con todos vosotros.

 

Y por supuesto, a mi sobrina y ahijada Rocío, que, aunque ausente, la siento muy próxima a mí en esta mañana.

 

¡Muchas gracias de corazón a todos ellos!

 

 

Gracias igualmente, por la ayuda que he recibido al consultar sus obras, a los poetas e insignes pregoneros de la Semana Santa de Sevilla, José María Pemán, Joaquín Romero Murube, Rafael Montesinos, Ignacio Maria de Lojendio, Juan Delgado Alba, Antonio Rodríguez Buzón y Carlos Colón, cuyas ideas y pensamientos han sido fundamentales para mí. Y muy especialmente, a mi entrañable amigo Manolo Velázquez Garcia-Baquero, hondo poeta e inspirado coplero popular, por la inestimable ayuda que me ha prestado.

 

Mi reconocimiento también a Antonio Moreno Moreno y a Jesús Martagón Sánchez, de los que, en sus respectivas etapas de hermano Mayor y miembros de la Junta de Gobierno siempre tuvimos, mi familia y yo, su afecto y atenciones.

 

Y mi más sincera gratitud también para mi hermano presentador y amigo Antonio Guerrero Álvarez por el  perfil que ha trazado de mi persona, que, estando él y yo unidos por la fe y la penitencia a unas mismas imágenes, ha agrandado méritos y reducido faltas, con palabras sin duda emanadas de su gran corazón de amigo, cofrade y nazareno.

 

Gracias muy sinceras Antonio, por tus palabras, por tu amistad por tu afecto. 

 

Las calles de La Puebla de mi niñez y adolescencia eran calles de pregones en los que con estupenda obstinación se voceaban las tinajas y lebrillos malagueños, los velones de Lucena, la alhucema de las viñas de Osuna, las cebollas de Aguadulce, los altramuces saladitos y dulces del abuelo del Catato, los molletes, roscos y tortas de la Portuguesa, aquel hombre que arreglaba los paraguas, el latero... Y aquel hombre del “Niñaaaaaaa: el Cisquero”. Aquel cisco-carbón que en las mañanas del frío invierno era esperado por las mujeres de La Puebla con impaciencia para preparar el brasero, aquella copa que bajo la mesa-camilla habría de dar calor a la casa.

En este último tiempo, desde mi aceptación, me ha parecido ver en la figura de este pregonero del cisco el vivo símbolo de esta mi actuación de esta mañana de hoy.

 

Yo quiero ser ese pregonero de calle que viene a ofrecer a esta “niña” que es La Puebla, el modesto caudal de mis pensamientos y de mis sentires y de mi afecto; un cisco, desde luego pobre, pero que al menos tiene, como otro cisco cualquiera, el nobilísimo destino de dar calor.

   

Por eso lo que encontréis en mi pregón de torpeza y desacierto atribuirlo a la impericia e incapacidad del pregonero. Lo que os complazca, lo que os llegue al corazón y convenza la mente, abonarlo en la cuenta de la fe que me transmitieron mis padres y en la de todos vosotros mis hermanos y cofrades de la Hermandad que con vuestro sacrificado y generoso actuar de cada uno de los días de cada año, sois vosotros, y no yo, los que dais el indiscutible y real Pregón de nuestra Hermandad y de toda la Semana Santa.

 

La Semana Santa es tan nuestra que nosotros mismos ni siquiera necesitamos verla para vivirla.

 

Hace poco me contaba Antonio Moreno que un hermano nuestro que vive y reside fuera de La Puebla, creo que en Barcelona, un año en que la Hermandad decidió alterar el recorrido y el discurrir de la Procesión del Viernes Santo, pasando de principio por Calle Marchena y otros cambios...,   a su inmediata venida a La Puebla se encontró con Antonio, por entonces Hermano Mayor, y fue y le dijo: ¡Antonio este año me habéis destrozado el Viernes Santo! Y al preguntar Antonio, sorprendido y algo abrumado, por qué, contestó aquel hermano: “porque cuando algún año no puedo venir por Semana Santa, y este año ha sido uno de ellos, me llevo toda la mañana del Viernes Santo en mi casa, viviendo, como si lo estuviera viendo, todo el recorrido de Nuestro Padre Jesús por las calle de La Puebla”

 

Y es que en realidad, la Semana Santa no la hacemos nosotros solos; la hacemos durante todo el año y la hacemos todos los años en compañía de todos los nuestros, de los ausentes, de ausencia temporal y también de los que para siempre se fueron y de los que tal vez en vida hemos sido la cruz, en compañía de los que de nosotros vendrán para ser acaso la cruz que nos espera. Y es que la Semana Santa encierra en cada año la de todos los años.      En cada una vive una vida de siglos, en la que los de hoy no somos más que un enlace fugaz.

 

Podremos enriquecer el patrimonio, nuestros palios, nuestras insignias y enseres, etc., pero -como no sea depurándolo, labor que por cierto no ultimaremos nunca- no nos será dado enriquecer su espíritu porque no somos más que herederos de su riqueza. Y al reiterarla en esta anual evocación del acontecimiento más trascendental de la historia del mundo, a Dios debemos la fortuna de repetirnos a nosotros mismos, como se repite cada día el sacrificio de la cruz en la Sagrada Eucaristía.

 

Siendo un suceso y patrimonio de todos, lo es en especial de cada uno; y en esa versión subjetiva que de ella tenemos es donde hay que buscar su verdadera entraña.

   

La Semana Santa no revela la intensidad de su emoción en tanto no queda asociada a un episodio intimo de nuestra vida personal.

  

Fue el Viernes Santo del año 1.946, el pregonero contaba sólo cuatro años de edad cuando vistió por primera vez el hábito nazareno. Me ayuda a recordarlo una pequeña fotografía en la que aparezco retratado, sin antifaz como algunos nazarenos de nuestra hermandad que iban vistiendo el hábito pero con la cara al descubierto, eran aquellos “peidores” que desde el atardecer del Jueves Santo recorrían las calles y los establecimientos públicos, con aquellas relucientes bandejas (no con bolsos como ahora), pidiendo a la gente el donativo o ayuda para sufragar los gastos de la hermandad alzando la voz e invocando el nombre de :  ¡NUESTRO PADRE JESÚS...!

 

De aquella época y en años posteriores recuerdo que  cuando llegaba la Semana Santa yo la recibía, como niño, con la alegría y el contento del niño que espera anhelante la fiesta, cumplidos los via-crucis todos los viernes de cuaresma.

 

Luego, años más tarde, en 1.952; el pregonero tiene un recuerdo que le conmueve el alma. Quien os habla sólo contaba diez años. Una mañana temprano del mes de agosto mi casa se inundó de lágrimas y se llenó de dolor. Aquel de quien recibió la vida y del que aprendió a ser cofrade quiso Dios llevárselo repentinamente cuando solamente contaba cuarenta y tres años de edad.

  

Aquel día, 9 de agosto de 1.952, ya por la tarde, yo era el mayor de los tres hijos, mi madre quiso que me despidiera de él y llevándome a la sala en la que mi padre yacía inerte, sin vida, lo contemplaron mis ojos amortajado con la túnica morada de nuestra Hermandad y bajo la sombra de las cinco cruces nazarenas de su escudo que aquel día de agosto se llevó bien puestas en la quilla hundida de su pecho muerto.

     

No hace falta preguntar al pregonero por qué pertenece a esta Hermandad:

 

Cinco llagas Señor

que como dardos de amor

clavados siempre tendremos

las cinco cruces Señor,

que al lado del corazón

llevamos tus nazarenos.

 

    

Y con él, son legión los que al paso de los años han ido llenando las mansiones celestiales.

 

Agradeced al pregonero el que, en estos momentos, en los que tantos nombres acuden a su mente no cite ni uno solo de entre ellos, porque así, os dará ocasión a que cada uno de vosotros pueda colocar en el altar del recuerdo emocionado el nombre, ese nombre, que más os duele y, a la vez más os consuela, el nombre del cofrade querido y admirado  por el que estáis rezando o al que le estáis rezando porque su vida que fue ejemplo, y que se ha hecho por la misericordia divina, corona de vida eterna, toda luz, toda gracia, toda gloria.

     

Porque la Hermandad es instituto de las mas variadas enseñanzas. Lo es de fervor y de penitencia, de elevación del alma a Dios. Pero es, además, escuela de tolerancia, de comprensión para con todas las debilidades de la convivencia humana. Ni la edad, ni la condición establecen en ellas distancias. Es la formación verdaderamente cristiana que anticipa la igualdad en la otra vida de los que han sabido sentir a Dios. Por eso nuestra Semana Santa, lejos de suponer lo que se ha llamado una devoción profana, lo que muchos han juzgado,  a veces, incluso desde dentro de la propia Iglesia, como una celebración exclusivamente sentimental e irreverente, es celebración plenamente ortodoxa del espíritu cristiano, tanto en el aspecto humano y temporal, como en el religioso y místico, ya que significa, por una parte, el triunfo de la alegría cristiana del triunfo de la Cruz, símbolo a su vez de toda la liturgia de la Iglesia  y, por otra, es el poema de la Fe, de la Esperanza y de la Caridad, elevado a su más fervorosa expresión por el pueblo que, a través de todos sus trances y a pesar de todos sus defectos, ha sabido entender, y hacer  compatible, con sus propios sentimientos y sensibilidad, el drama de la Pasión Muerte y Resurrección de Jesús, con el Misterio de la Redención.

 

Por eso para nosotros, los siete días que van desde el domingo de Ramos al domingo de Resurrección son nuestro más largo domingo de ramos. Y cuando llega el domingo de Resurrección empezará la fiesta que celebra, no el sufrimiento, sino su posibilidad de sentido; no la muerte, sino la seguridad de su derrota. No cabe aquí la tristeza sino el gozo.

    

 

La Semana Santa andaluza, a diferencia de la castellana, por ejemplo, no es la conmemoración secuencial de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo, sino su simultánea celebración. La Pasión es redentora; la muerte transitoria y la resurrección cierta. El vencedor es la víctima, no el verdugo.

 

El Rey es el reo, no Herodes ni Pilatos. El que lleva la Cruz y luego pende de ella es la vida, no un muerto. ¿No había de ser esta una fiesta alegre?

 

Una fiesta en la Fe, en la Esperanza y en la Caridad, como decía antes en la que lo hermoso es que muchas veces, misteriosamente, cuando el dolor se hace fecundo, ese dolor se convierte en alegría. Y así como el gran dolor que nos alumbra a la vida es el que trae a una madre el colmo de la felicidad, así también la más grande de todas las alegrías es ese dolor con que cargamos voluntariamente sin más afán que el de restar dolor al ser que amamos.

 

La Semana Santa y el pueblo son un mismo espíritu. Es un encuentro multitudinario con los siglos: una sinfonía de amor y de aromas, de sensaciones vividas y sentidas: Un jardín encendido por candelerías que mecen al viento y se extienden en interminables filas de luz ardiendo, esa luz que es la que brota de los sentimientos más profundos. Por eso la Semana Santa está tan íntimamente fundida con nosotros, que quizás la tengamos demasiado dentro para poder contemplarla cabalmente; por aquello de que “no sabe la luna lo que es la luna, ni la flor lo que es la flor, como tampoco el hombre -y este es el gran fracaso de las filosofías- acierta a saber lo que es el hombre”.

 

Se ha dicho que la fe es la interioridad divina de la mirada, como la caridad es la interioridad divina del corazón.

 

Quien dude de esta verdad, que se acerque cualquier viernes del año a esta capilla conventual de Ntro. Padre Jesús, íntima y silenciosa, y contemple con sus ojos los diálogos de suspiros, miradas y oraciones que cientos de mujeres y de hombres de La Puebla depositan a los pies de las imágenes de Ntro. Padre Jesús y de Ntra. Madre y Sra. de las Lágrimas, quien, en su calidad de mediadora recibe el cariñoso chaparrón de nuestras súplicas.

 

No preguntéis a esas mujeres y esos hombres lo que esperan. ¡Quién sabe de los secretos del corazón! 

 

Como todo mortal, ante todo esperan aquello a lo que aspiran. Esperan lo que necesitan, que es lo que piden. El que no haya tenido en la vida alguna aspiración, alguna pretensión, alguna necesidad, no forma parte del linaje humano.

 

Allá donde estén nuestras penas, nuestro dolor y nuestras lágrimas, allá estarán nuestras esperanzas. Preguntaos uno a uno al secreto de vuestras conciencias cuál es la pena que os aflige, la causa de vuestro dolor   y de vuestras lágrimas, la necesidad que os avasalla, la preocupación que os roba el sueño, cuál el error que en hora mala cometisteis, el pasado desliz que tan caro estáis pagando... y no me contestéis.

 

Todo eso es lo que ofrecéis cada viernes colocando, junto al altar de nuestras imágenes, el altar de vuestra esperanza.

 

Y la Caridad, que es la tercera columna. La mejor de las tres virtudes nos dirá el Apóstol, pues sin ella nada sería el que poseyere la fe que mueve las montañas, ni el lenguaje de los hombres ni el de los ángeles tendría más valor que el del bronce que retumba o el del címbalo que resuena. La Caridad no es sólo una generosa disposición del ánimo. Es todo un sistema y una filosofía de vida.

         

Por eso el cofrade, el buen cofrade, debe sentirse y saberse un esforzado de la Fe, un mensajero de la Esperanza, un instaurador de la Caridad. Y en este sentido la Hermandad sería contraria a su propia esencia si no velara, con la mayor energía, con el más abnegado celo por la pureza y la permanencia de esos valores.

 

Y el cofrade debe tener presente siempre la Caridad fraterna que a todos nos debe unir para que cada día podamos llamarnos con más propiedad verdaderamente hermanos.

 

Pero la hermandad hoy no puede prescindir ni olvidar su origen y su historia. Nuestra hermandad posee una hermosa y fecunda historia forjada en las raíces de la fe por muchos hombres y mujeres que nos han precedido en una labor tenaz y muchas veces heroica. Es lo que llamamos tradición.

 

La tradición define a los pueblos; es como la raíz que confiere al árbol tanta mayor firmeza y robustez cuanto más honda cala en la tierra. Un pueblo sin tradición y sin historia es como edificio sin cimiento, como río sin cauce, como hombre sin alma. Por eso el pregonero, en su alma, entiende y siente el mensaje de Mosén Jacinto Verdaguer cuando dice:

 

Yo soy un alma amiga/ de otras almas que fueron mis iguales/ rojo coral en rojo de corales/ gota de un mar, grano de una espiga/ Mis ansias y sentires terrenales/ no son como silvestres rosas/ nacidas, como semilla, /en mi pecho/ yo soy lo que me han hecho/ los siglos y las cosas.

 

Sin la base de la tradición no seremos capaces de avanzar y profundizar en la consecución de la unidad espiritual que debe sostener a la verdadera hermandad. No hay aire que pueda ser separado del viento, ni ola rescatable de la mar.

 

Es por eso que cuando el Viernes Santo, al rayar el alba, la hermandad sale a la calle para hacer proclamación pública de nuestra fe, el Nazareno con la Cruz sobre los hombros va a convertirse en imagen y signo, Sacramento de Dios sobre la tierra. Tras el Paso, una interminable fila de personas, especialmente mujeres, que le siguen como en una proclamación de un deseo cumplido o esperado ofrecido como penitencia.

 

Antes afirmé que la Semana Santa no revela la intensidad de su emoción hasta que no queda asociada a un episodio íntimo de nuestra vida personal que nos deja ya definitivamente vinculados a ella.

 

Qué, si no, fue lo que vivieron y sintieron aquellos hermanos nuestros cuando el Viernes Santo del año 1.966 se conmovieron al ver como el Paso de Nuestro Padre Jesús no podía salir a la calle porque no había costaleros para sacarlo:

En la amanecida fresca

Viernes Santo, tras el alba

por la puerta del Convento

sale el paso que parece

que no anda:

 

¡Mira cómo va el Señor!

partiendo la madrugada.

¡Mira cómo va Jesús!

Bronce moreno su cara

el que soporta la Cruz

con resignada mirada.

 

Y La Puebla, que lo espera,

reza rendida a sus plantas

¡Mira cómo va el Señor¡

cuando estrena la mañana

mira cómo va ese Paso

¡si parece que no anda!

poco a poco, poquito a poco

avanzan las alpargatas

de los buenos costaleros

que presumiendo de casta

lo pasean por La Puebla

llevándolo por derecho

cortas, mu cortitas las llamás

el paso racheao, cortito

¡Al Cielo con él ¡ venga de frente!

¡Qué despacito lo llevan!  

con fe y corazón trabajan.

 

Ojalá mi verso fuera

como el martillo del paso

para poderos pedir

a los que vais ahí abajo

que con orgullo sigáis

dándolo todo sudando

y sin pedir nada a cambio;

con ese título doble

de costaleros y hermanos.

 

¡Que la Virgen y El Señor

os lo paguen con su abrazo

cuando salgáis de esta tierra

que los que no somos santos

sólo podemos pagar

¡con olés,! vuestro salario.!

 

Si antes he señalado la importancia del quehacer de todos nuestros hermanos que nos han precedido y cuya riqueza espiritual hemos heredado quisiera ahora destacar que la labor futura de nuestra hermandad, y de todas la hermandades, es inmensa. Y si su misión ha de prolongarse durante muchas generaciones, es inevitable volver la mirada a un sector muy importante de las mismas, a la juventud.

 

No soy amigo de adulaciones. Creo que a la juventud no hay que adularla, sino servirla.

 

El pregonero quiere ahora destacar la importante aportación de esa juventud cofrade que voluntariamente consagra lo mejor y más granado de su vida, dejándoselo en la Hermandad de sus amores.

 

Esa juventud que se afana a diario en buscar la más pura autenticidad de los valores cofrades, que es digna de admiración y respeto. Esa juventud sincera y generosa, que entregará en el seno de la Hermandad lo mejor de sus virtudes; que asumirá responsablemente, puestos y cargos que conllevan sacrificios y renuncias. Esa juventud que es sangre nueva, refuerzo de ilusión, sonrisa esperanzada y aliento para sus mayores.

 

Esa juventud que acusa en lo más hondo de su ser y siente como propio, todo cuanto a su Hermandad le ocurra. Que bulle inquieta y alegre en la vida, y que por ser y manifestarse cofrade lleva hasta el corazón y el alma misma de sus padres, la consolada certeza y la tranquilidad de saber a los hijos en el camino cierto.

Esa juventud, en fin, que movida por la fe, se oculta con seriedad y con júbilo tras la túnica nazarena:

 

Toda la madrugada a Tu lado

Señor, y ya es mediodía.

                               

Toda la trompetería

anunciándo tu pasado.

                               

Todo mi antifaz morado      

de jesuita añoranza.

                                

Puedo ya morir. Me alcanza

tu alondra de transparencia,

porque tras de ti camina

la que de dolor transida

es camino de esperanza.

 

Los jóvenes cofrades, para ser considerados cimiento fuerte y seguro del mañana, han de tender una mano hacia el futuro, pero con la otra mano deben sujetarse firmes al ayer. Solo así los jóvenes de hoy podrán comprender que no estarían hoy en la Hermandad, si no hubieran estado antes sus mayores, y así estar capacitados para, a su vez, cuando le llegue la hora, poder transmitirlo a quienes le sucedan.

 

El pregonero mantiene vivo también el recuerdo de cuando en su juventud, residiendo en Sevilla, tuvo oportunidad, a través de amigos inolvidables, a los que nunca olvido y siempre agradezco,  de conocer y tratar a algunos de los más celebres artistas imagineros contemporáneos.

 

Una de las veces que acudí al Estudio de Francisco Buiza que estaba en la Casa de los Artistas en la Calle Feria, un amigo mío, José Luis Ruiz Nieto-Guerrero, profundo conocedor e investigador de la Semana Santa de Sevilla que era íntimo amigo del escultor, me dijo que en aquellos días estaba trabajando el artista en la restauración del Señor de la entrada en Jerusalén de la Hermandad del Amor de Sevilla y esculpiendo el Cristo de la Sangre de la Hermandad de San Benito, lo que lógicamente aumentó mi interés en la visita. Una vez allí pude contemplar una talla de Virgen Dolorosa que había realizado, sabedor de que en la ciudad había algunas hermandades que por aquel tiempo se planteaban sustituir la imagen de la Virgen actual. Recuerdo que entre ellas estaban las hermandades de El Silencio y Pasión.

 

Cuando yo ví los ojos de aquella Virgen me parecieron que eran los mismos que desde niño yo había visto derramar tantas lagrimas.

 

Pues bien, yo también era sabedor de que nuestra Hermandad estaba barajando la posibilidad de sustituir la imagen de nuestra Virgen de las Lágrimas, dado el estado que presentaba y la escasa, o dudosa, calidad de la materia con que fue realizada, en pasta de madera, lo que, en criterio de la Junta de Gobierno, podía presentar problemas de conservación y posibilidad de procesionar.

 

Se lo hice saber a la Hermandad a través de nuestro hermano el siempre recordado Rafael El Fiel, que lo puso en conocimiento de la Junta la que, tras visitar al  escultor y contemplar la nueva imagen, acordó adquirirla, siendo bendecida en el mes de Marzo del año 1.969.

 

La Hermandad tuvo la deferencia de hacernos a mi madre, y a mí, Madrina y Padrino respectivamente, de la Bendición de la Imagen, aquella importantísima efeméride que vino a enriquecer y a fortalecer más, si cabía, nuestros vínculos con la Hermandad

 

Y junto a esta y otras vivencias, el pregonero también guarda memoria de aquellos Viernes Santo de su primera juventud cuando con escasos medios y muchas limitaciones la Hermandad cumplía puntualmente su cita con el fervor multitudinario del pueblo.

 

En el crisol de mi recuerdo está la imagen de aquellos nazarenos con la cola de su túnica extendida y los ecos de hombres y mujeres del pueblo llano que, ante el paso, desde la intimidad de sus conciencias y tal vez  cumpliendo la promesa ofrecida hacían sentir la emoción de aquellas saetas antiguas, autóctonas y propias de nuestra hermandad, capaces de describir y conmemorar el drama más grande que han conocido los siglos.

 

Para ellos:

Desde el recuerdo encendido

de aquella Puebla vieja,

desde el sincero homenaje

a los viejos que lo cuentan

que se acuerdan de los cantes

y de sus coplas certeras

que muestran una Puebla

que quizás ya nunca vuelva

y que pensando pensando

hasta musitan las letras

que los viejos cantaores

ponían a sus saetas:

  

Yo quisiera componer

en esta hora que suena

un cantar para la Virgen,

un cantar que fuera ofrenda.

 

Pero yo no se cantar....,

que si supiera lo haría,

meciendo una soleá

poniendo en la copla mía

el sentimiento que siento

al decir en mi cantar:

 

¡Qué suerte tuve aquel día!

que con mi madre a mi vera

testigo fui de aquel gozo

que la Hermandad nos diera

de ser padrino y madrina,

al bendecir la madera

que Paco Buiza tallara

para dejarla en La Puebla.

 

El pregón va a terminar. El pregonero quiere deciros que no pudo hacer más, perdonad sus deficiencias pero sabed que ha puesto el alma en no defraudaros, simplemente porque ha querido serviros, sirviendo a mis hermanos, a los más viejos y a los jóvenes, y a los cofrades, hombres y mujeres de La Puebla que son la gente a la que yo pertenezco: mi gente.

 

Y ahora ya, en la última chicotá de mi pregón, os pido que mentalmente, me acompañeis, como en el rezo de una oración sencilla y humilde, como deben ser las oraciones, y salgamos ahí fuera, a la Plazoleta, como en el Viernes Santo, cuando la cofradía regresa al Templo, cercana ya la hora de nona, la de la muerte de Jesús.

 

La multitud vive momentos subrayados por el dolor y la íntima melancolía, ante la inminencia del “Consumatum est”.

 

Nuestros cuerpos, rendidos por el tráfago de los hondos suspiros de la madrugada y por la permanente cicatriz de las heridas de la memoria, caminan decaídos pero deseosos de apurar hasta el momento final:

 

Toda la plazoleta, Señor

es borde de tu camino.

 

Toda su luz, resplandor

de tu farol encendido.

                                            

Todo su aire, como el paso

de tu sublime martirio

                                          

Regresas, Señor a la paz de tu capilla

atrás quedó, en las calles de La Puebla

la cadencia de amor de tu pisada.

 

Y a Ti Virgen Dolorosa

“Iuxta Crucem Lacrimosa”:

                                 

El agua se volvió llanto

y el llanto se hizo ternura

en tu sin par hermosura

Señora del Viernes Santo.

                                          

Lágrimas no quedan ya

en tus ojos anhelantes

que se las llevó el dolor

sin poder yo consolarte.

                                  

 

Y de nuevo aquí, en el interior de este Covento, solo me resta invitaros a que, en esta Cuaresma que acaba de empezar, en la inminencia de la primavera, os preparéis, desde hoy mismo, para recibir la sonrisa divina y el prodigio de la promesa de la resurrección.

  

 

Y como no sé si he dicho lo que quería decir, ni cómo he dicho lo que he dicho, quiero despedirme de todos vosotros del modo más sencillo y llano:

¡Queridos hermanos y hermanas, cofrades, amigos todos: quedaos siempre con Dios!                          

 

He dicho.

Miguel Núñez Núñez

La Puebla, 5 de Marzo de 2006

 

   
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